El misionero es un discípulo de Cristo:
Sabe que antes de ser apóstol es preciso ser discípulo, es decir, ha
tenido un encuentro vivo, personal con Jesús resucitado y vive
cotidianamente en unión con El en la oración y los sacramentos,
principalmente la Eucaristía y la Reconciliación. Porque “no se puede
anunciar a quien no se conoce”.
El un contemplativo:
que transmite no sólo conceptos y doctrinas, sino su experiencia
personal de Jesucristo y de los valores de su Reino. Por ello, el
misionero vive profundamente en comunión con Jesucristo, sabe encontrar
en medio de la acción, momentos de “desierto” donde se encuentra con
Cristo y se deja llenar por su Espíritu.
Es dócil al Espíritu Santo:
se deja inundar por el Espíritu Santo para hacerse más semejante a
Cristo, y se deja guiar por El. Acoge dócilmente sus dones, que lo
transforman en testigo valiente de Cristo y preclaro anunciador de su
Palabra. Sabe que no es él quien obra y habla, sino que es el Espíritu
Santo el verdadero protagonista de la misión.
Vive el misterio de Cristo “enviado”.
El misionero vive en íntima comunión con Cristo, hasta tener sus mismos
sentimientos: está impregnado del Amor del Padre, y obedece su
voluntad hasta las últimas consecuencias. Se sabe enviado por Cristo a
cumplir su misión, y acompañado constantemente por El.
Tiene a María como Madre y Modelo: Su
espiritualidad es profundamente mariana. La Madre del Resucitado es
también su Madre, y es para él modelo de fidelidad, docilidad, servicio,
compromiso misionero.
Vive la pobreza y el “éxodo misionero”:
el sentido de “salir de la tierra” para el misionero, no implica
únicamente el “salir geográfico”, sino que misionero sabe que debe
abandonar su comodidad y su seguridad para “remar mar adentro”, para ir
a las situaciones y lugares donde Cristo lo quiera enviar. Debe
abandonar sus propios esquemas, sus ideas preestablecidas para
abandonarse en las realidades que la evangelización le presenten. La
pobreza misionera no hace referencia únicamente a la pobreza material,
sino al abandono a la voluntad de Dios y a los caminos que El le
presente.
Vive la misión como un compromiso fundamental: el
misionero es un comprometido en el seguimiento de Jesús y en la lucha
por su Reino liberador y universal. El misionero ha dicho “sí” a Dios, y
no se hecha atrás ni retacea en su entrega.
Ama a la Iglesia y a los hombres como Jesús los ha amado:
Lo primero que mueve al misionero es el amor por los hombres, a quienes
quiere llevar a Cristo. El misionero es el hombre de la caridad, el
“hermano universal”, que lleva a Cristo a todos los hombres, por cuyos
problemas se interesa, para quienes siempre está disponible, y a quienes
trata siempre con ternura, compasión y acogida.
El verdadero misionero es el santo: La
llamada a la misión deriva de la llamada a la santidad. La santidad es
un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar
la misión salvífica de la Iglesia. No bastan los métodos, los
conocimientos, la capacidad de oratoria, si no están sustentados por el
testimonio de vida cristiana y de santidad del misionero.
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